The Only One (RyoDa)



Título: The Only One
Pairing: Ueda Tatsuya + Nishikido Ryo
Fandom: JE's
~Faraway – Apocalyptica~
Género: Shonen-ai, Angst, Romance, AU, Todo público
Tipo: One-shot
To: 
Patito que ayer fue su cumple y cada año sumado en nuestra cuenta me hace sentir una persona bendecida por seguirla teniendo en mi vida aún a pesar de las tormentas y el tiempo que todo lo cambian... sin importar la distancia o los silencios, ella sigue siendo parte de mi vida. 
Felicidades, mi niña hermosa, y ojala que la chispa RyoDa jamás se extinga entre nosotras~ I luv U 
18/04/15



No era la primera vez que lo miraba a escondidas desde la distancia.
Su silueta sumergida entre las corrientes melódicas que formaban sus delicados dedos al volar con gentileza y maestría por sobre las teclas de aquel hermoso piano negro era un espectáculo tan irresistible, que a menudo me devoraban las horas extasiado en su contemplación. Yo era una presa indefensa ante el poder hipnótico de su delicado y frágil rostro de porcelana. Ante aquellos ojos cristalinos y fríos que contrastaban con el fuego apasionado que emanaban sus labios. Y de todo cuanto era consciente mientras lo observaba cuidadosamente a la luz del ocaso, nada era tan exquisito como esos efímeros segundos en los que tenía la suerte de ser testigo de alguna de sus casi inexistentes sonrisas. Esos segundos que le daban significado a mis horas y le brindaban una nueva coloración a la luz de mi vida. Yo podía morir y vivir por esa sonrisa... Esa sonrisa que vivía cautiva dentro de la máscara de hielo que era su rostro inmaculado la mayor parte del tiempo.

¿Cuánto tiempo hacía que me dedicaba a mirarlo mientras tocaba?
¿Habían sido días? ¿Semanas? ¿Meses? Años…
Pero hasta ahora, nunca había tenido el valor de levantar mi trasero de la silla que a menudo ocupaba en el café de enfrente, seguía sin ser capaz de cruzar la calle, abrir la puerta y entrar en la tienda de instrumentos musicales donde, al parecer, él trabajaba desde mucho antes de que yo llegara a Tokio y lo viera por vez primera ocupando el banquillo desde el cual conjuraba la magia que me tenía completamente cautivado. Tres otoños habían pasado desde entonces, y yo seguía como aquella primera vez… Mirándolo embobado desde el otro lado del cristal de la ventana, con una taza de capuccino moka entre las manos, aferrándome con fuerza a la calidez de la pequeña pieza de cerámica, como si ella pudiera ser capaz de controlar la tormenta que azotaba mi interior. En más de una ocasión había sentido una irrefrenable necesidad de correr hasta donde él estaba y decirle todas las cosas que mis silencios gritaban dentro de mi pecho. Pero nunca había logrado llegar más allá del cristal de la ventana junto a la cual se encontraba el piano de cola.

¿Miedo? ¿Cobardía? ¿Inseguridad? ¿Qué era lo que me detenía? A veces ni yo mismo lo sabía. Pero una cosa era cierta... Todo lo que sentía se me desbordaba en un segundo y me dejaba los pies anclados a la banqueta como si fueran uno con el cemento apenas si me percataba de que estaba lo suficientemente cerca de él como para tocarlo. Pero nunca podría alcanzarlo… Una delgada capa de cristal nos mantendría por siempre lejos el uno del otro. Mientras no tuviera el coraje para cruzar la puerta, jamás lograría descubrir cómo sonaba su voz, qué olor desprendía su piel, cómo sonaba su respiración.

Sí, a veces yo mismo me sentía como un acosador.

Ni yo mismo entendía qué estaba mal conmigo. No era como si me gustasen las personas de mí mismo sexo. En mis veinticinco años de vida, jamás me había atraído un chico… eso era lo que más me aterraba, ser consciente de que ese chico me gustaba. Y ese miedo…  era lo que aún después de tres años seguía frenándome de dar el último paso y abrir esa puerta que nos separaba. Si algo estaba mal conmigo… eso no significaba que él iba a compartir mi mismo mal, ¿verdad? Darle vueltas a ese asunto me provocaba dolores de cabeza y eso me ponía de mal humor cuando regresaba al mundo real. A menudo me decía a mí mismo que no volvería a aquel café… Pero tan solo unas semanas después me encontraba sentado en la mesa de siempre mirando hacia la ventana de la tienda de enfrente. No podía evitarlo. Para mí…ese chico… era el único.

Las hojas de los árboles cambiaron nuevamente de color. Llenando una vez más la avenida de tonos naranjas y amarillos. Todo a mí alrededor había cambiado, pero al mismo tiempo, seguía siendo como siempre. Yo seguía mirándolo… Él seguía tocando. Un año más había pasado. Y lo que sentía, lejos de haberse desvanecido, parecía cobrar fuerza con cada nota, con cada acorde, con cada canción que nacía de sus dedos.

Mis amigos creían que estaba loco, y eso que no sabían la verdad. Todos creían que lo mío no era sino un amor no correspondido con alguna de mis compañeras de la oficina. Me pregunto qué dirían si supieran la verdad. Seguramente pensarían que sí estaba loco. ¿Me gustaba un chico? ¿Un chico del que no conocía nada excepto su rostro y su música? Sí, esa era mi realidad. Nada de que mis últimas relaciones no funcionaban porque no superaba a mi exnovia de Osaka, nada de que no podía mantener mis nuevas relaciones porque estaba obsesionado con la chica que no me hacía caso en Tokio. No, simplemente era que, por más que una mujer me atrajera y decidiera hacer un movimiento con ella, de algún modo, no me llenaba… mis pensamientos seguían ocupados por otra persona. En algo tenían razón los chicos, lo que me agobiaba era un amor no correspondido. Porque no había modo de que ese chico me hiciera en el mundo. Ni siquiera sabía que yo existía. Era imposible que nuestras historias pudieran unirse en algún punto. Ambos íbamos por caminos completamente diferentes… Dos líneas paralelas que jamás se intersectarían. Él y yo éramos como las líneas de un cuaderno pautado, siempre juntas, jamás unidas. Y no me molestaba del todo, de algún modo, al menos así podría seguir por siempre a su lado.

O al menos, eso era lo que pensaba…

Seguramente pronto caería la primera nevada. El frío lo decía y nunca mentía. Y aun así, ahí estaba yo, sentado en la terraza del café para poder escuchar la dulce melodía que en ese momento escapaba ligeramente a través del cristal de la ventana que separaba nuestros mundos. Su abrigo blanco no hacía sino destacar sus finos rasgos, delineando delicadamente su perfil que quedaba parcialmente oculto debajo de su bufanda roja. Pero ahí estaba, esa hermosa línea curveando sus labios escarlata. Algo bueno debía haberle pasado ese día, su cálida sonrisa llevaba más de tres minutos brillando en su rostro, de algún modo parecía como si nunca fuera a desaparecer. Pero entonces volvió la gélida máscara. Alguien acababa de entrar en la tienda. Le di un sorbo a mi café, que ya estaba tibio, y obligué a mis ojos a despegarse por unos momentos de mi escenario habitual para ponerle atención al libro que tenía en la mano en cuanto se levantó del banquillo para dirigirse al mostrador. Realmente no me gustaba mirarlo mientras atendía a los clientes, sentía que de verdad me volvería un acosador si lo hacía. Así que me limitaba a mirarlo únicamente mientras se sentaba en el banquillo de madera y levantaba la tapa que cubría las teclas antes de comenzar a tocar. Sí, probablemente era más patético de lo que pensaba, pero era mi manera de mantener la cordura y convencerme a mí mismo de que no invadía su privacidad. De sentirme un poco más normal. Mi profundo suspiro se tornó una pequeña nube blanca al escapar por entre mis labios. No era la primera vez que veía a ese otro chico entrar en la tienda, a menudo iba por ahí con su estuche de guitarra eléctrica al hombro, en un par de ocasiones incluso los había visto irse juntos después de que cerraran la tienda, seguramente eran amigos cercanos. Pero a diferencia de aquellas veces, ahora no había risas entre ellos, parecía más bien que discutían. Luego de unos minutos, el chico salió dando un portazo y él se quedó mirando el techo mientras se obligaba inútilmente a contener las lágrimas que habían empezado a rodaban por sus mejillas.

Luego de ese día, su amigo no volvió por más de una semana y él se la pasaba tocando tristes melodías todas las tardes. Fue entonces que entendí, que probablemente, su relación iba más allá de la amistad que ingenuamente yo imaginaba. Y aunque aquello me provocó un sabor amargo en la boca, en cierto modo, se volvió algo dulce. Después de todo, eso significaba que yo podía tener una oportunidad… si algún día lograba reunir el valor que me hacía falta para dar el último paso y hacer que supiera de mí existencia. Pero cuando incluso me había decidido a comprar una nueva guitarra, aquel chico apareció nuevamente. Nunca me había agradado mucho ese sujeto. Con su cabello largo y desaliñado, sus tatuajes y sus perforaciones. Con sus pantalones desgarrados y su chamarra de piel sintética llena de estoperoles plateados. Con su… No, no era solo por su apariencia física… Había algo en su manera de mirar a las demás personas que de verdad no me gustaba. Y por sobre todas las cosas… la forma en que lo miraba a él me ponía de los nervios. Muchas de las veces en que había terminado levantándome del asiento y me había dispuesto a abrir aquella puerta, habían sido debido a él. ¿Celos? Sí, tal vez, a menudo yo mismo me preguntaba si esa era la razón de mi impulsivo comportamiento… Pero de algún modo también sabía que no era solo debido a eso. No me gustaba verlo cerca de él y ahora mucho menos que antes. Antes lo hacía sonreír y eso me hacía feliz, pero ahora… la expresión de su rostro era cada vez más vacía, ya ni siquiera denotaba tristeza, a veces incluso era preferible verle el enojo que esa expresión extraña que tenía cuando lo veía de pie afuera de la tienda. A menudo se demoraba inclusive horas después de cerrar antes de salir, con tal suerte, que el chico se desesperaba y se iba, pero otras, cuando parecía menos afortunado, se quedaba esperándolo y se alejaban en medio de discusiones. Mismas que cada vez parecían ser más frecuentes e intensas, al grado de que un día lo había abofeteado fuertemente antes de salir corriendo con rumbo a la avenida y dejar al chico de los piercings tragándose todo su coraje en medio de la multitud. Después de ese día, no lo había vuelto a ver por ahí, pero él parecía nervioso y asustado. ¿Cómo lo sabía? Más que por el hecho de que su lenguaje corporal lo evidenciaba, era su música la que me lo había confesado. Nunca antes lo había escuchado equivocarse, mucho menos detenerse a media pieza como si se hubiera olvidado de la partitura. Estaba preocupado por él, pero… ¿qué podía hacer yo? No podía simplemente aparecerme y decirle: “Hola, desde hace varios años te miro tocar desde el café de enfrente y me preguntaba si te gustaría ir conmigo a tomar algo después del trabajo, es que pareces preocupado por algo”…  ¡Ja! Ya me podía imaginar cómo me mandaba directo al diablo en tres segundos y adiós a la idea de volver a disfrutar de mi amado capuccino moka mientras leía algún libro y escuchaba su música. Sí, era patético, era un bueno para nada. Y yo no solía ser esa clase de persona. Así de mucho me aterraba la idea de no ser capaz de tenerlo al menos como la ilusión de un amor platónico en mi vida.

Y de pronto, aquella fría tarde de diciembre, sus pesadillas parecieron volverse realidad cuando esa persona que no quería ver, se apareció nuevamente en la tienda. Se quedó afuera por un par de minutos, mordiéndose la uña del dedo gordo y mirándolo a través del cristal. Estaba con un cliente, un anciano parlanchín de sonrisa amable y cabellera blanca que a menudo iba y que, por lo que yo deducía, debía tocar el violín. Una vez que el anciano salió de la tienda, el chico de las perforaciones entró. Él hizo caso omiso de su presencia, ocupado en acomodar los vinilos en la estantería y limpiando por millonésima vez el mostrador y en todo momento, ese gusano iba detrás de él diciéndole sabrá Dios qué cosas. Ambos se me perdieron de vista detrás de los anaqueles. Un minuto. Dos.

Ver que apagaba las luces y colgaba el letrero de “cerrado” antes de cerrar la puerta al salir no me habría parecido extraño, de no ser porque aquel cliente habitual que seguramente era su exnovio se había ido solo. Me quedé un par de minutos más en silencio, mirando cómo se alejaba entre la gente, pero esta vez, a diferencia de siempre, no iba caminando con su despreocupación habitual, no iba con las manos dentro de los bolsillos, iba a paso rápido con el rostro agachado, mirando constantemente a su alrededor, volviendo la cabeza una y otra vez hacía atrás… hacia la tienda cuya puerta acababa de cerrar antes de irse.

Conforme había pasado el tiempo, yo mismo me había dado cuenta de que más que sentir celos, mi intranquilidad se debía a que me preocupaba por aquel chico tímido e ingenuo que se valía de una máscara de hielo para evitar que los demás se le acercasen, lo conocieran y, por tanto, lo hiriesen… Sí, tal vez solo eran figuraciones mías pero, de algún modo, sentía que había comenzado a conocerlo y comprenderlo por el simple hecho de mirarlo a la distancia y escucharlo en el silencio. A menudo me preguntaba si así era como se sentían los astrónomos mientras contemplaban el cielo. Y así como ellos, yo conocía a mi propia estrella. Esa que no miraba a las personas a los ojos, pero mostraba tantas cosas a través de los propios; esa que a pesar de que no hablaba, contaba las más increíbles historias a través de su dedos; esa que aunque no pareciera disfrutar de la compañía de los demás, se pasaba las horas mirando la vida a través de la ventana.

Los segundos pasaron como una lenta tortura. Y él no salía. Mi pecho dolía ante aquella espina que se había clavado brutalmente cuando aquel sujeto se fuera de la tienda. ¿Era esto a lo que llamaban un mal presentimiento? Seguramente sí. Y no me gustaba en lo más mínimo.

Nuevamente, mi corazón sintió una opresión inmisericorde mientras mis piernas me obligaban a levantarme de la silla como si hubiera sido impulsado por un resorte. La cajera sonriendo me dijo algo mientras pagaba. Lo cierto es que mi cerebro fue incapaz de registrar lo que significaban sus palabras. Ni siquiera había mirado realmente a la chica. Había una sola cosa invadiendo mis pensamientos: entra.

A medida que mis pasos me llevaban al otro lado de la calle aunque se sintieran tremendamente pesados. Entra. Esa era la única palabra que escuchaba una y otra vez como el eco de un tambor retumbando dentro de mis oídos. Entra. Las suelas de mis zapatos resonaban sobre la banqueta. Entra. Temblorosamente mis dedos alcanzaron el picaporte de la puerta. Entra. De inmediato, mis ojos escudriñaron enloquecidamente el interior de la tienda en busca del menor sonido, del mínimo movimiento. Entra. Estaba demasiado oscuro pero él debía seguir adentro. ¿Dónde estaba? Entra. Para mi sorpresa, el picaporte cedió cuando lo moví hacia abajo y la campanilla que tantas veces había escuchado a lo lejos como un susurro apenas audible, tintineó con fuerza sobre mi cabeza cuando empujé la puerta. Entra. Los latidos de mi corazón golpeaban tan dolorosamente dentro de mi pecho que sentía que en cualquier momento se me iba a escapar del cuerpo. Entra. Suspiré profundamente y por fin, después de cuatro años, di el último paso. Entra. Finalmente había entrado en su mundo.

La puerta se cerró silenciosamente detrás de mí. En cualquier otro momento, el delicado sonido de la campana de adviento me habría dibujado una sonrisa en los labios, pero en ese instante, mi rostro solo podía reflejar angustia y ansiedad a medida que avanzaba sobre el piso de madera.
-Disculpe… ¿hay alguien aquí?- Mi voz me pareció tan ajena que apenas si la reconocí. Estaba realmente asustado y mi voz no podía ocultarlo tan bien como el resto de mi cuerpo. -¿Hola?- No había nadie detrás del mostrador. Tampoco se veía entre los estantes llenos de acetatos e instrumentos, ni mucho menos cerca del piano. Pero él debía estar ahí en alguna parte, de lo contrario, ¿por qué continuaba abierta la puerta? -¡¿Hola?!- Grité anhelando con todo mi corazón escuchar una respuesta. ¿Eso había sido un ruido? Sí, algo había caído en alguna parte pero, ¿dónde? Al fondo de la tienda encontré una puerta cerrada. No podía escuchar nada excepto los latidos de mi corazón que no habían hecho sino acelerarse incluso más de lo que ya estaban cuando entré. Respiré hondo y giré el pomo metálico. Un olor a polvo, historia y lavanda inundó mi nariz. No podía ver nada. A diferencia de la tienda, aquí no había una ventana a través de la cual se colara ligeramente la luz del exterior, por lo que deduje que me encontraba en la bodega. Torpemente deslicé mis manos dentro de mis bolsillos en busca de mi teléfono celular mientras avanzaba lentamente a ciegas. Mis pies chocaron con algo. Al fin había encontrado mi móvil pero no podía desbloquear la pantalla. Tenía mucho miedo y mis dedos no obedecían apropiadamente. Al final el estúpido aparato se me cayó de las manos. Me agaché de inmediato para intentar recuperarlo. Pero al sentir el bulto cálido que yacía a mis pies, pegué un brinco que casi me mata del susto. Un ahogado gemido de dolor se escapó de su boca cuando lo toqué. -¿Estás bien?- Palpando el piso encontré mi celular. Mis peores temores se habían hecho realidad. Él estaba en el suelo y parecía herido. Había sangre saliendo de su nariz y su labio inferior estaba abierto. Respiraba con dificultad y no se movía. Sus ojos estaban cerrados y una mueca de dolor ensombrecía su rostro apacible. Arrojé la blanquecina y débil luz de mi celular alrededor en busca del interruptor y encendí la luz. El cuadro frente a mis ojos me heló la sangre. La imagen distaba muchísimo de lo que yo había imaginado miles de veces que sería nuestro primer encuentro. Él estaba tirado de costado, con el suéter desgarrado, la camisa hecha jirones y una herida a la altura de las costillas que no dejaba de sangrar. Cerca de sus pies yacían un par de cajas cuyo contenido estaba desparramado por el suelo, pero entre las partituras pude ver la navaja del cúter manchada de sangre. Se veía mucho más pálido de lo habitual. Su rostro era una verdadera máscara de hielo, su piel estaba fría y perlada de sudor. Sin perder más tiempo, llamé a la ambulancia y me quedé a su lado hasta que la ayuda llegó. En ningún momento abrió los ojos. En ningún momento pronunció palabra alguna. La distancia entre nosotros había desaparecido, pero el silencio seguía ahí.

Hubiera dado todo con tal de acompañarlo y asegurarme de que estaba bien, pero junto con los paramédicos habían llegado la policía y el dueño de la tienda. Tenía que quedarme y asegurarme de que ese miserable pagara por lo que le había hecho.

Esa noche, tanto el dueño como yo tuvimos que pasar varias horas en la comisaría. Mis deducciones habrían sido menos macabras que la realidad. Ya sabes, todo ese cuento chino del exnovio obsesionado… Por lo que el dueño había testificado, el chico que yo describía como el agresor era un cliente frecuente de la tienda, quien, con el tiempo, descubrieron que no era sino un acosador del joven que se hacía cargo de la tienda por las tardes. La primera vez que fue, compró una guitarra, luego empezó a ir con mayor frecuencia para recibir clases, a menudo iba a que le ayudaran con el mantenimiento del instrumento o a comprar libros de música y cuerdas nuevas, a ambos les caía bien el chico, no parecía una mala persona, pero después de un tiempo, había empezado a pasar demasiado tiempo en la tienda, y su empleado le había comentado que no sabía cómo pedirle que no se quedara a esperarlo cuando salía de trabajar ni que se fuera detrás de él cuando se iba a cenar a algún lugar cercano; al parecer, después de un tiempo de tolerarlo por cortesía pues era un cliente, había decidido dejarle las cosas en claro, pues ya había llegado incluso al punto de querer acompañarlo hasta a su casa y el chico temía por su hermana mayor, pues vivían solos en un pequeño departamento en los suburbios. El cliente no parecía habérselo tomado a bien, el dueño en persona había tenido que involucrarse y pedirle que se fuera y no volviera a menos que quisiera que llamaran a la policía. Después de eso, pensaron que se habían deshecho de él, pero continuaba apareciendo y su empleado estaba pensando en renunciar y mudarse porque estaba seguro de que era ese chico quien le llamaba en medio de la noche y le mandaba mensajes raros al celular. Se sentía asustado y desesperado. El anciano se sentía culpable por lo que había pasado, pues había sido él quien lo convenciera de quedarse, decía que nunca encontraría a un mejor empleado para hacerse cargo de su tienda. Incluso había derramado lágrimas cuando dijo que nunca se perdonaría si algo malo le pasaba. Escuché todo su relato en silencio. No era capaz de decir nada. Me sentía el ser más despreciable del universo. ¿Qué derecho tenía yo de juzgar y odiar a quien le había hecho daño si yo mismo era un miserable acosador que no hacía otra cosa sino pasarme las tardes observándolo? Era de lo peor.

Terminaron de tomar nuestras declaraciones. Tuve que dejar mis datos de contactos por si algo se necesitaba, en caso de que atraparan al culpable, cosa que era muy segura ya que conocían su rostro e incluso tenían su nombre en el recibo de la guitarra que comprase hace varios meses. No soportaba seguir en presencia del anciano. La consciencia me remordía. No tenía derecho de estar ahí. Tomé mis cosas y me puse en camino. Quería tomar un baño caliente, beber una cerveza helada y dormir. Había sido un día horrible. Probablemente el resto de mi vida sería así de vacía. Sentí que me sujetaban suavemente del hombro. Me volví creyendo que sería el detective que estaba a cargo del caso. Pero no era así.
–Muchas gracias por ayudar a Ueda-kun, Nishikido-san… Si no hubiera sido por ti, él podría haber muerto… Acaba de llamarme su hermana, la operación salió bien y su vida ya no corre peligro… De verdad muchas gracias…- El anciano no cesaba de sujetar mis manos e inclinar la cabeza. De verdad le tenía aprecio, casi parecía que fuera su nieto. Y digo, no era para menos, yo mismo podía dar fe de que él era una persona que valía la pena amar. Alguien de quien era imposible no enamorarse una vez que conocías. –Dios te puso en su camino justo en el momento necesario para que salvaras su vida… De verdad, muchísimas gracias…-
-No fue nada… no necesita darme las gracias. Solo hice lo que cualquiera hubiera hecho de estar en mi lugar. Me alegra que su empleado esté bien.- Ni siquiera me atreví a pronunciar su nombre. Temía que si lo escuchaba de mis labios, no podría seguir conteniendo el llanto. –Debo irme…- Un reverencia y pronto me encontré lejos de sus ojos amables y toda esa pesadilla.

Ni siquiera sabía qué hacía en el café. Sabía de sobra que él no estaría ahí. Tal vez jamás volvería a verlo, pero… aun así, ahí estaba. Porque mi estúpido corazón se negaba a aceptar que nuestro primer encuentro sería también nuestra despedida. Porque mi estúpida ingenuidad me decía que si seguía sentándome en el lugar de siempre a beber una taza de capuccino moka en la terraza del café, tarde o temprano él también ocuparía su lugar en el banquillo frente al piano y que todo sería como antes… Qué equivocado estaba. Yo mismo sabía mejor que nadie que aquello no era sino un sueño imposible. Y el silencio en que había quedado sumida la calle desde que su música no flotaba en el aire, era la tortura más horrible del universo. Sí, finalmente me había vuelto loco. No había otra forma de explicar el por qué continuaba acudiendo sin falta a las seis de la tarde al café desde hacía dos meses que él se había desvanecido. Pero esa era mi realidad. Lo amaba tanto que incluso su recuerdo era preferible que no tenerlo. Él siempre sería el único.

Había terminado por fin el libro que empezara a principios de año. Ese que realmente poco leía durante las horas que pasaba sentado en la terraza porque mis pensamientos estaban ocupados en otras cosas aún en los momentos en que no lo miraba tocar. Realmente era un excelente libro. De algún modo me arrepentía por no haberlo terminado antes. Lo cerré sintiendo una agradable sensación en el pecho. Algo que no había sentido desde la última vez que lo escuchara tocar. Bebí el último sorbo de mi café y salí de la cafetería con una maraña de cosas en la cabeza, pero sintiéndome libre del peso que hasta ahora había sentido oprimiéndome el pecho.

Sí. Tal vez era momento de dejarme llevar por la corriente y encontrar una nueva clase de felicidad. Una que si pudiera abrazar y besar. Una que pudiera abrazarme y besarme… ¿Eso era lo mejor para mí? Quería convencerme de que así era. Probablemente lo era.

Los copos de nieve comenzaban a caer nuevamente. Abrí mi sombrilla y salí. Hacía frío. Mucho más frío que la última vez que lo vi. Inevitablemente mis ojos acabaron otra vez en la ventana de siempre. Desde algún lugar dentro de mí, apareció un valor que no sabía que poseía. Un valor que me llevo hasta la acera de enfrente y me hizo entrar en la tienda de música.
-Bienvenido…- La chica era bonita. Pequeña, adorable y con ojos dulces. Una verdadera belleza petite.
-Buenas noches.- Cerré la sombrilla y la dejé en la entrada. Instintivamente mis ojos se posaron en el piano. Por un instante lo vi sentado, deslizando grácilmente los dedos por sobre las teclas mientras sonreía mirando la partitura. Pero la imagen desapareció casi tan rápido como se formó frente a mis ojos.
-¿Está buscando algo en particular?- Incluso su voz era bonita.
-Sí… Necesito un paquete de cuerdas para guitarra acústica. Los seis calibres por favor.-
-¿Alguna marca en particular?- Era consciente de que me miraba fijamente con una sonrisa coqueta, pero yo apenas si le devolvía el gesto. Era la primera vez que veía de cerca cada rincón por donde su silueta vagaba.
-La mejor que tengas…- Sí. Yo mismo amaba la música. Esa había sido la razón por la cual me enamoré de la terraza de la cafetería de enfrente. Mis ojos se deslizaron nuevamente hacia la ventana. Una sonrisa tímida se curvó en mis labios. Desde ahí se veía claramente la pequeña mesa que siempre ocupaba. Qué arrogancia la mía… No podía evitar pensar cuán maravilloso sería si él también me hubiera visto alguna vez a través del cristal. Me preguntaba qué habría pensado de mí. Cuánto tiempo me habría mirado. Si acaso él también habría sentido algo en algún momento. Traté de imaginar la escena. Verlo a él sentado al otro lado de la calle, con la taza de cerámica entre las manos mientras era yo quien se sentaba y tocaba alguna melodía. Una risita se me debió escapar en ese momento, pues la chica del mostrador me miraba con ojos curiosos mientras regresaba con lo que le había pedido.
-¿Necesita alguna otra cosa?-
-No, es todo…- Pagué y tomé la pequeña bolsa que la chica me extendía con una sonrisa encantadora. Tal vez nunca volvería a aquel lugar, así que al menos quería llevar conmigo un recuerdo de la mejor época de mi vida. Y nada sería mejor para recordarlo a él que mi propia música. –Gracias…-
-Que tenga buen día. Vuelva pronto.- Sí, la campana de adviento dibujó una sonrisa en mis labios. Me encantaba ese sonido desde que era pequeño. Abrí mi sombrilla y empecé a caminar. Pero alejarme resultaba más difícil de lo que imaginé. Miraba por última vez el banquillo negro, las curvas perfectas del piano. Todo cuanto había sido parte de mi mundo durante los últimos cuatro años de mi vida. Los recuerdos cayeron sobre mí. Debía irme ya. Debía ser un verdadero masoquista por estarme torturando de ese modo. ¿Qué esperaba? ¿Qué más podía suceder? Ya todo había acabado. De algún modo, había sido un final feliz. Al menos él estaba bien y ambos podríamos continuar con nuestras vidas.
-¿Nishikido-san?- Una voz que nunca antes había escuchado. Una voz que fluyó en mis oídos tan suave y delicadamente como la campana de adviento. Una melodía que llenó mi corazón con esa sensación cálida y agradable. La misma que había provocado el libro que llevaba en el maletín, la magia que provocaba su música. Mi cuerpo se giró lentamente. Unos zapatos tenis, un pantalón de mezclilla, un abrigo color negro, una bufanda de estambre rojo… y al subir un poco más la vista, me encontré con sus ojos cristalinos y sus labios rojos. Al ver mi rostro bajo la sombrilla esbozó una de esas sonrisas que tanto amaba. Sí, definitivamente había terminado volviéndome loco. Ahora incluso lo veía en la calle… llamándome por mi nombre… sonriéndome. La más dulce de las alucinaciones.
-Creo que me estoy volviendo loco…- Mi risa era reflejo de mi nerviosismo. Aquel espejismo no se desvanecía. Se veía tan real.
-¿Nishikido-san, te encuentras bien?- Se inclinó un poco hacia mí. Aquel olor a lavanda emanaba de su cuerpo. –Lo siento… tal vez no me recuerdes…- El brillo de sus ojos se ensombreció por algo parecido a la desilusión.
-¿Sabes quién soy?- ¿Acaso me había quedado dormido mientras bebía mi café? ¿O era más bien que ni siquiera me había despertado desde que me fuera a dormir por la noche? ¿Todo esto era solamente parte de un sueño? Asintió un par de veces. Su cabello cobrizo era tan suave que se mecía con el menor movimiento.
-¡Por supuesto!... Salvaste mi vida… ¿cómo podría no saber quién eres?- Sus mejillas se tiñeron ligeramente de carmín, agachó la mirada.
-Pero… estabas inconsciente. No hay modo de que me recordarás… nunca me viste.-
-Bueno… yo… sí, esa vez no te vi pero… te había visto varias veces en el café de enfrente…- Sus manos temblaban aunque se las sujetaba con fuerza. Sí, esto debía ser un sueño. ¿Qué otra cosa podía ser? –Cuando Joshima-san me describió al joven que me había encontrado en la bodega, de inmediato supe que eras tú…- Nuestras miradas hicieron contacto por un segundo y su rostro terminó de sonrojarse. Yo tenía la boca en el suelo.
-¿Que ya me habías visto? ¿Cuándo?...- Sí. En ese momento era la persona más estúpida del universo. Sus labios dibujaron una “O” perfecta y sus ojos se clavaron en sus zapatos.
-La primera vez fue hace cuatro años… Me pareció extraño que hubiera alguien sentado en la terraza porque hacía mucho frío… pero entonces me di cuenta de que estabas ahí porque desde ahí afuera podías escuchar la música…- Me miró por un segundo. Una sonrisa se dibujó nuevamente en sus labios. -…estabas leyendo algo, pero tu pie marcaba el ritmo exacto del tiempo de cada compás que yo tocaba. “Él sabe de música… y me está escuchando” pensé, y seguí tocando… estaba feliz.-
-Sí… lo recuerdo… Fue la primera vez que entré al café… Me sorprendió que alguien de tu edad tocara de ese modo una pieza de música clásica tan compleja.- Escuchar eso hizo que su sonrisa se ampliara aún más.
-Gracias… Por escucharme…- Si de verdad esto era un sueño, no quería despertar jamás. –Y sobre todo… gracias por salvar mi vida.- Todo este tiempo, cada día desde la primera vez que encontré aquella tienda de música y la cafetería, en cada tarde que yo lo había mirado a escondidas tocando el piano, él me había mirado también. Él sabía que yo existía. Sabía que yo estaba ahí por él. Que disfrutaba de su música. Sabía que yo existía. Sabía que yo lo miraba y aun así, él seguía tocando… para mí… para que yo escuchara. ¡Sabía que yo existía!

Era consciente de que me miraba. De que me miraba esperando escuchar algo… Pero yo era incapaz en ese momento de articular palabra alguna. Mi mundo entero acaba de dar un giro de trescientos sesenta grados. Todo cuando había querido y soñado, de pronto se materializaba ante mí, no como el sueño que a menudo me atacaba incluso despierto, sino como una realidad tangible. Era demasiado para cualquiera. No podía sino parpadear, abrir la boca, no decir nada y volver a parpadear. Como un completo idiota. Un total estúpido idiota.
-Bueno… eso era todo…- Sus ojos, llenos de lágrimas, desaparecieron de mi vista cuando se inclinó a modo de despedida y luego se dio la vuelta echando a andar en sentido contrario. Estaba ahí, frente a mí, había confesado algo que no había dicho en cuatro años y el estúpido de mí no era capaz de decir lo que sentía e impedir que se fuera. Ahí estaba nuevamente… el miedo, la inseguridad, la cobardía… todo lo que me había impedido acercarme a él en cuatro años. Él había dado ese paso… ¿Iba a dejar que todo se acabara de ese modo? ¿Iba a permitir que las cosas fueran de este modo? No… No iba a ser el mayor tonto de la historia. Al diablo lo que pensaran los demás. Al diablo mis amigos. Al diablo mi familia. Al diablo mis estupideces mentales…
-¡Ueda!- Solté la sombrilla. Había encontrado un mejor uso para mis manos que sostenerla. No me importaba si después de esto, todo se iba al caño y no lo volvía a ver. Todo habría valido la pena. Por primera vez en toda mi vida, mi cerebro, mi cuerpo y mi corazón estaban de acuerdo en algo y no pensaba desobedecerlos.

Los copos de nieve se sentían fríos sobre nuestros rostros, pero nada de eso importaba. Aquella sonrisa suya cuando se giró para mirarme había sido la luz más hermosa que había cubierto mi mundo. Desde ese momento y para siempre, él seguiría siendo el único en mi vida.

Nuestra historia había comenzado un frío otoño hacía cuatro años…
Dos líneas paralelas que continuaban silenciosas una junto a la otra conectadas únicamente por la música que emanaban nuestros corazones…
Dos líneas paralelas que finalmente se había vuelto una sinfonía en el preciso instante en que mis brazos se cerraron alrededor de su cuerpo y mis labios encontraron a sus compañeros perfectos en los suyos.

No era la primera vez que lo miraba a escondidas desde la distancia… pero no había sido el único… todo este tiempo, él también me había mirado a mí. 





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